miércoles, 12 de marzo de 2014

El dormilón.

Ella habla y resplandece, él fuma y obedece.
Ella está sentada en la estación con aquella falda negra que me volvía loco, que tornaba en infinitas sus piernas. Con los pies colgando y el chaleco heredado de su abuela acompañado de una sonrisa. Una sonrisa al más puro estilo de Amélie, de las que enamoran. Poco le gustaban los cambios, luchaba por aferrarse a la seguridad.

Él escribe mientras ella duerme.
Hacía noches que no conseguía conciliar el sueño, hacía noches que mi almohada era mi psicólogo convirtiéndose en el mayor especialista del psicoanálisis. Apagaba los cigarros intentado difuminar su imagen de mi cabeza, el recuerdo de sus manos frías sujetando las mías. Hacía noches que lanzaba el bolígrafo con furia para borrar el recuerdo de aquella falda negra que se dejaba mecer por el viento. La misma falda que vestía hoy.

Ella vuela en bicicleta y él la llama desde un taxi.
Ella, la chica alegre de la estación, tarareaba una canción mientras sus pies se movían descompasados. Sus ojos brillaban y aquel pañuelo verde que descansaba en su cuello me mostraba el último rayito de esperanza. Vuélveme a llamar.

Ella canta desnuda una canción y él la mira y se relame.
Pienso en el recuerdo de su ropa tirada por el pasillo, dejando un rastro, imitando a Pulgarcito para que así siempre pudiese volver hasta ella. Pero, lamentablemente, en este cuento también hay pájaros. Pienso en mis batallas por desabrocharle el sujetador y ella desesperada gritándome que pare, pero susurrándome que siga, que hoy le apetece bailar entre las hojas que deja este diciembre, que hoy le apetece que sea su compañero de invierno. Que hoy le apetece convertirse en mi ru(t)ina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario